Sala 400.02
El pan y la cruz

En 1945 la Segunda Guerra Mundial llega a su fin y los apoyos al régimen franquista desaparecen. A partir de ese momento, las imágenes del fascismo español adoptan postulados menos triunfalistas, explotando la imaginería católica, que se adueña de las manifestaciones culturales del régimen. La Iglesia se convierte en un elemento imprescindible para la gobernabilidad del Estado, operando a través de las instituciones educativas y penitenciarias. Pero al mismo tiempo surge un tipo de producción visual que nos remite, a veces de forma sutil, a las penurias, al miedo y al hambre de la postguerra española.

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Sala 400.02

En 1945 la Segunda Guerra Mundial llega a su fin y los apoyos al régimen franquista desaparecen. A partir de ese momento, las imágenes del fascismo español adoptan postulados menos triunfalistas, explotando la imaginería católica, que se adueña de las manifestaciones culturales del régimen. La Iglesia se convierte en un elemento imprescindible para la gobernabilidad del Estado, operando a través de las instituciones educativas y penitenciarias. Pero al mismo tiempo surge un tipo de producción visual que nos remite, a veces de forma sutil, a las penurias, al miedo y al hambre de la postguerra española.

Tras la derrota oficial del Eje (Alemania, Italia y Japón) en 1945, se produce la entrada de la institución eclesiástica en el gobierno y la exaltación religiosa se convierte en el tema fundamental de la producción artística oficial. Como parte de este nacionalcatolicismo, se ponen en valor estilos y técnicas, principalmente pictóricas, que invocan a autores barrocos y característicamente españoles como Velázquez, Murillo o El Greco. Temas como la muerte, el descendimiento, la ascensión, el Santo Sudario o la ruina conforman este registro iconográfico, identificando la resurrección con una España que resurge y vuelve a sus orígenes; orígenes que el imaginario nacionalista sitúa en el llamado «Siglo de Oro» español que, significativamente, es además un periodo marcado por el fin de la Reconquista, la colonización de América y la expulsión de los moriscos. El régimen es glorificado alegóricamente por medio de la figura del mártir cristiano, que se convierte en un héroe de guerra, y de ciudades como Toledo, que se reafirma como símbolo patrio, siendo retratada en múltiples ocasiones, como podemos ver en la obra de Benjamín Palencia, cofundador de la Escuela de Vallecas.

Además, son propias de este periodo obras que, en formatos reducidos y a base de pequeños gestos, no siempre intencionados, se rebelan en su sencillez y pobreza contra el heroísmo de la obra magna nacionalcatólica. Las naturalezas muertas de pan y agua de Godofredo Ortega Muñoz, sus muñecos rotos, o la modista en la ventana de José Gutiérrez Solana, rompen con el clasicismo imperante y recogen, por medio de su conexión con lo popular, el testigo de un legado pictórico de vanguardia anterior a la guerra. Por no hablar de la escena carcelaria de Aurelio Suárez que nos remite directamente a la represión política imperante. Lo pequeño y cotidiano se proponen como alternativas a la grandilocuencia, teatralidad y artificialidad del arte oficial. La coexistencia de ambas visiones, la de la realidad de la postguerra por un lado y su relato heroico por otro, definen este periodo.

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